“El niño que llevamos dentro es el guardián de nuestra sensibilidad y de nuestra creatividad. Reencontrarnos con él es esencial para vivir una vida plena y auténtica”, dice Claudio Naranjo, y tiene razón. Todos los que nos hemos dado la posibilidad de permitirle al niño que aún vive dentro de nosotros de que se exprese, que llore, disfrute y se enoje, lo sabemos.
Quienes al fin pudimos hacerle un nuevo lugar, abrazarlo y validarlo nos empezamos a sentir un poco más íntegros, seguros y livianos. Las heridas, que aún no cicatrizan, duelen menos. De a poco nos animamos a reírnos de sus caprichos, recuperamos la ilusión y vivimos casi sin miedo.
Las emociones a flor de piel dejan de darnos vergüenza y se vuelven fortaleza. Nos permitimos equivocarnos sin temerle a las consecuencias. En contacto con nuestro niño, recuperamos la fuerza vital, la inocencia y la certeza de que lo mejor aún está por venir.
Hoy, que festejamos el Día de las Infancias, también puede ser una oportunidad para celebrar a esos niños y niñas que fuimos y que aún somos. La propuesta puede sentirse demasiado romantizada o como una obviedad simplificada de esas que se comparten en las redes sociales, pero el movimiento que nos permite honrar las partes niñas de nosotros que aún nos sobreviven, que no fueron domesticadas por las normas y mandatos es mucho más profundo. Incluso para quienes aún sostienen historias de dolor, quizás celebrar sea algo demasiado exigido y lejano. Sin embargo, cuando logramos la aceptación de aquello que fue, si emerge en nosotros la posibilidad de agradecer.
En contacto con nuestro niño, recuperamos la fuerza vital, la inocencia y la certeza de que lo mejor aún está por venir.
Tal como lo afirma Naranjo: “Cuando nos reconectamos con estos niños que fuimos y que aún podemos ser, se abre un camino a nuestro ser esencial”.
Ese camino de reconexión no es fácil, no es lineal y muchas veces tampoco es suave, pero la travesía es una de las aventuras más enriquecedoras que viví durante este último tiempo.
Hacernos espacio para vivir este proceso requiere algo de valentía, mucha paciencia y compasión hacia nosotros mismos. Darnos la posibilidad de llorar las angustias que se nos quedaron trabadas en el cuerpo, de ponerles nombre a las emociones de orfandad y de miedo, alivian pesos que no sabíamos que cargamos. Con este movimiento, llega también la recuperación de la espontaneidad, de la creatividad y de nuestras emociones más genuinas.
Dice Claudio Naranjo: “No podemos escapar de nuestra infancia. Las heridas del niño que fuimos siguen sangrando en el adulto que somos. El proceso de sanación pasa por atender, comprender y reconciliarnos con ese niño interior”.
En tiempos como estos en donde la narrativa de moda nos impone » soltar” como un nuevo mandato contemporáneo, quizás haya mejores respuestas para nosotros cuando nos animamos a reconectarnos con “eso” que aún vive dentro nuestro. La fuerza que anhelamos, el entusiasmo y las ganas de vivir, muchas veces se recuperan regresando hacia nosotros mismos. No tenemos que dejarnos atrás. Podemos traernos a este presente en el que ahora sí sabemos como abrazarnos, maternarnos y darnos permiso para expresar las emociones tal cual son sin juzgarlas. Hay diferentes caminos posibles que nos ayudan a superar aquello que nos dolió y las experiencias que por mucho tiempo preferimos olvidar.
“Nuestra infancia tiene una gran influencia en nuestras vidas, pero no estamos destinados a repetirla indefinidamente. Podemos crecer y aprender a cuidar de nosotros mismos, en lugar de seguir buscando que otros lo hagan”, afirmó Fritz Perls uno de los más grandes referentes de la Gesltalt.
Cuando empezamos a aprender a cuidar de nosotros mismos, muchas situaciones incómodas encuentran una nueva respuesta. De a poco nos reorganizamos y la vida cotidiana se vuelve más ordenada y equilibrada. Dejamos de buscar amor donde no hay, de exigirle a otras personas aquello que no nos pueden dar, y de focalizarnos en lograr grandes hazañas, esperando que esos éxitos nos calmen el vacío y reparen dolores demasiado profundos.
Hace un tiempo reapareció en mi vida una persona que me había hecho daño. La angustia desmedida me tomó. Las defensas que había creado para sobrevivirlo se activaron de inmediato. Si bien ahora sabía cómo defenderme, la energía que estaba poniendo para sostener esas corazas me agotaba e impedía que pudiera disponerla para llevar el resto de la vida. Siempre acompañada por mi hermosa y sabia terapeuta, accedí a responder sus preguntas simples y contundentes. “¿De qué forma podría dañarte ahora esta persona?”. Mi facilidad con las palabras y la rapidez para ponerles nombres a las posibilidades se detuvo. Hice un largo silencio mientras repasaba mentalmente los argumentos internos que tenía para seguir sosteniendo la armadura. Ninguno de ellos era suficiente para sostener semejante miedo. Algo, en lo profundo de mí, se había disuelto.
Cuando nos damos cuenta de que aquello que nos asustaba ya no tiene poder en nuestras vidas, emerge de nuestro interior una fuerza indescriptible.
Ahora, como adulta, me tenía a mí misma. Estaba llena de recursos para que eso no me volviese a dañar, solamente no me había dado cuenta.
Como adulta, podía proteger a esa niña asustada que vivía dentro de mí. Podía también permitirme ese miedo irracional por un momento, pero ya no era necesario accionar desde él. Por el contrario. Tener la posibilidad de detener esa pulsión nos hace más fuertes y más íntegros. El dolor solo traer más dolor.
En estos tiempos hay muchos ejercicios y movimientos que nos pueden ayudar a reconectar con el niño que fuimos y con nuestras partes que aún necesitan ser escuchadas, vistas y validadas, pero es fundamental hacerlos guiados por alguien que nos pueda acompañar mientras damos ese paso. Luego nosotros como adultos tendremos la responsabilidad y el privilegio de seguir practicando este cuidado, cada vez que alguna situación nos reactive una emoción de dolor, de miedo o de desamparo.
La Gestalt sostiene que muchas de las dificultades que enfrentamos como adultos provienen de emociones infantiles reprimidas, que al no ser procesadas, quedan “atrapadas” y se manifiestan en síntomas o patrones de comportamiento que nos perjudican.
Saber que podemos contar con nosotros mismos hace que tengamos menos necesidad de ser validados por nuestros logros y nuestras circunstancias. También nos ayuda a tener menos dependencia emocional de otras personas. Me gusta mucho esa frase de Charles Bukowski que dice: “Buscamos a alguien con quien envejecer cuando realmente hay que encontrar a alguien con quien seguir siendo niños”.
Podemos integrar las partes nuestras que han quedado detenidas, reprimidas y encarceladas. Cuando nos animamos a “ir a buscar” al niño que aún vive en nosotros y asegurarle que ahora estamos ahí para él, algo se alivia.
Celebrar nuestra infancia, para muchas personas, quizás sea una propuesta muy exigida si todavía estamos sosteniendo y reviviendo historias de dolor. Ir en busca de nosotros mismos, reencontrarnos con esos aspectos difíciles para hacerles lugar, darles amparo y validarlos, puede ser la aventura de nuestras vidas y el punto de partida de un mejor destino posible.
Que así sea.