Después de una semana de practicar todo tipo de agachadas y triquiñuelas para mantener viva a Cristina Kirchner como candidata, a Ariel Lijo como candidato a la Corte Suprema y a Martín Menem como presidente de la Cámara de Diputados, colaborando en cada una de esas ocasiones con sus más acérrimos enemigos políticos y dejando en la estacada a sus supuestos aliados, el presidente se despachó con una proclama bíblica contra los tibios y moderados, esos que, según él, “juegan para todos lados” y “son los peores de todos, porque no sabemos nunca cuáles son sus actitudes y sus intenciones nefastas”.
¿No habrá sido mucho? ¿No habrá advertido que estaba dejando expuesto su propio juego, porque muchos podrían pensar que quien mejor cuadra en esa descripción de “jugar para todos lados”, al menos por lo hecho en los últimos días, es él mismo?
Seguramente desde su perspectiva esa impugnación no se le aplica porque sus maniobras tácticas están plenamente justificadas, por la necesidad de fortalecer su gobierno y el curso general que el mismo persigue: para lograrlo necesita polarizar con Cristina, a un juez adicto en el Tribunal Supremo, y mantener a alguien leal al frente de al menos una de las dos cámaras (ahora que Victoria Villarruel ha dejado definitivamente de integrar su tropa), así que cualquier costo político, daño institucional o ambigüedad moral que impliquen esas jugadas serán más que compensados por el beneficio resultante de que su programa reformista se consolide y avance.
Pero justamente eso es lo que alegan todos los políticos pragmáticos, y también los fanáticos, y los oportunistas. Y la frontera entre unos y otros es a veces bastante difícil de determinar. ¿Qué es Milei?, o más precisamente, ¿cómo ha estado combinando esas formas de actuar en distintos terrenos? El modo en que en estos días confronta y a la vez sostiene a Cristina, mientras va enterrando más y más a Mauricio Macri, nos ofrece una buena guía para comprenderlo.
Ante todo, una distinción útil: pragmático es alguien que actúa según un plan, una estrategia para avanzar en cierta dirección, dentro de la cual justifica rodeos y desvíos porque le permiten acomodarse a las circunstancias y evitar que los obstáculos que se le presenten en el camino se vuelvan insuperables; el oportunista, en cambio, es quien se amolda a la descripción bíblica a la que recurrió Milei, porque va para un lado o el otro según las conveniencias del momento, no tiene objetivos más allá del de sacar provecho de todas las oportunidades que se le presenten para acumular beneficios, que es su única meta, obtener más y más poder, dinero, fama o lo que sea.
Por último, el fanático se distingue de los otros dos porque no persigue una meta concreta, sino dar testimonio de su fe, y dejar en evidencia que si esa fe no se impone es porque el mal domina en el mundo. Con eso le basta y le sobra, por lo que tanto los fines prácticos como los cálculos de costo, beneficio y oportunidad le son por completo indiferentes.
El presidente hasta ahora se había venido distinguiendo por una combinación variable pero más o menos equilibrada de pragmatismo y fanatismo. Consumió una buena cantidad de tiempo en batallas ideológicas contra el Congreso y otros adversarios, choques en los que no iba a lograr imponerse, pero justificó por la necesidad de aplicar el “principio de demostración”, dejar ver que “la casta” no tenía remedio y seguía siendo el origen de todos los males del país; y fue paulatinamente sumando más y más giros pragmáticos, para negociar con las bancadas conciliadoras acuerdos lo más útiles posible para sus objetivos, establecer ciertas mínimas pautas de convivencia con los gobernadores, etc.
Pero a medida que logró con esta fórmula cierto control de la situación, aumentó su inversión en causas de fe al mismo tiempo que empezó a prepararse para la próxima batalla electoral con un enfoque nuevo, más oportunista que pragmático: así fue que hizo dos cosas aparentemente contradictorias, aumentó la dosis de fanatismo, con más batalla cultural, más reformismo moralizante contra los viejos partidos y la vieja política (PASO, financiamiento de las campañas, etc.), y buscó conciliar posiciones con sus enemigos declarados, para distribuirse con ellos los recursos de poder disponibles (y los votos), polarizar la escena y diluir a los opositores moderados.
Así ha venido actuando en las últimas semanas frente a la CGT (bloqueando la reforma sindical), con la Justicia (acordando con el kirchnerismo para imponer a Lijo en la Corte), con Ficha Limpia (para sostener la candidatura de Cristina el año próximo) y con el Presupuesto (negándose a cualquier negociación con los gobernadores y bancadas moderadas).
El mayor escándalo lo generó su inconsecuencia frente al proyecto de Ficha Limpia, porque dividió y dejó expuestos a sus legisladores, no ofreció ninguna explicación sensata para frustrar la reforma, y a continuación sugirió que presentaría otra opción mejor, que aún se desconoce, y lo único seguro es que llegará cuando ya no se pueda aplicar en el próximo turno electoral. Mientras, avanzará sí con la eliminación de las PASO, que le conviene tanto a él como al kirchnerismo, y complicará a las fuerzas de centro, que son las que podrían usar las internas para facilitar acuerdos electorales.
Milei y su gente podrán decir que ellos no tienen la culpa de que el peronismo siga dominado por la figura de Cristina, ni de que suceda lo mismo con “los gordos” en los gremios, ni tampoco es su responsabilidad que el juez penal con más experiencia y cintura política de Comodoro Py sea también el que más acusaciones acumula en su contra en el Consejo de la Magistratura. Para construir el nuevo orden tienen que convivir con algunos de los actores más impresentables del antiguo.
De otro modo, si se mantuvieran fieles a sus principios, fracasarían: si amenazaran las reelecciones eternas en los sindicalistas tendrían un gremialismo soliviantado y unido en su contra haciendo una huelga general tras otra como quiere Pablo Moyano, si se bloqueara la candidatura de la expresidenta tal vez el peronismo el año próximo sacaría muchos más votos, y si promovieran jueces imparciales y respetuosos de la Constitución tal vez la interpretarían en contra de las necesidades del gobierno, cosa que están seguros a Lijo nunca se le ocurriría hacer.
Piensan, además, en el oficialismo, que estas cuestiones son las que los separan irremediablemente de Macri y su “liberalismo bobo”, su fe procedimentalista y republicana que lo llevó a fracasar. Y a ellos no les va a pasar lo mismo porque saben “usar las armas del populismo en su contra”. De allí que lo que menos necesiten sea acordar con el PRO: no les va a sumar más votos, pero pretende restarles libertad de acción.
Las ocasiones en que en las últimas semanas el oficialismo chocó contra la agenda legislativa de los macristas deberían haber bastado para dejar esto en claro: el gobierno cree tener un gran futuro por delante, y va a buscarlo haciendo a un lado o mejor sepultando a esos moderados, que son “los que van para un lado o el otro” porque no se dan cuenta de que tienen que apoyar siempre al gobierno, no importa lo que haga, porque todos los medios que elija y las decisiones que tome están plenamente justificadas.
Y puede que el oficialismo tenga su cuota de razón. Solo que los recursos circunstanciales a que echa mano no tendrán impacto solo circunstancial; no podrá luego prescindir fácilmente de ellos, por lo que moldearán sus chances futuras de promover reformas.
Ese es el drama de los oportunistas: los medios a que recurren se vuelven fines en sí mismos. Si quieren aprovechar las ventajas de tener una oposición radicalizada y atada al pasado, luego pagarán las consecuencias de no contar con interlocutores que acepten siquiera mínimamente las mismas reglas de juego. Si hoy no avanzan en acotar el poder de la burocracia sindical, luego les será más difícil prescindir de esos aliados, o siquiera convencerse de que convendría un sindicalismo más democrático y transparente. Si no se amoldan desde el principio a convivir con una Corte independiente, nada los impulsará luego a promover una Justicia imparcial y confiable.
El liberalismo de Macri y el resto de los políticos moderados ha sido en ocasiones políticamente “bobo”, se dejó atrapar en ocasiones por sus pruritos y su excesiva confianza en sacrosantas reglas del juego institucional. Pero las dosis extremas de oportunismo y manipulación populista a que están echando mano los libertarios puede que nos conduzcan al problema opuesto, el remanido drama de los gobiernos a los que mientras están en auge parece que les salen todas, y después no les sale ninguna.